lunes, 12 de septiembre de 2016

1816, el año sin verano (1)

(Continuación) Antes de dar respuesta a esas dos interesantes preguntas literarias con las que casi cerrábamos el mes de junio -y porque se nos acaba el verano, imperativo astronómico-, me gustaría contestar a una de las que dejé planteada ayer y que guarda relación con el tema.

Les hablaba del verano y en concreto les pregunté sobre uno en concreto: ¿Saben que hubo un año que no tuvo verano?

Por el titular -y porque ya hemos enrocado algo cuando hablamos de que 2016 es un año de centenarios-, ya saben que este año se cumple el segundo centenario del de marra de la pregunta.

En efecto, 1816 fue el año sin verano.

No lo hubo en el sentido meteorológico en todo el hemisferio norte y en alguna que otra parte del sur, vamos lo que se dice casi una catástrofe climática a escala mundial.

En la India no hubo monzón. Un viento estacional que como aprendimos en el colegio, es producido por el desplazamiento del cinturón ecuatorial y que en particular durante el verano, sopla de sur a norte cargado de lluvias.

Mientras, por el contrario, en China los arrozales eran auténticos cenagales.

Y en los Estados Unidos, durante los meses de julio y agosto, nevó en la costa este y se helaron los ríos y los lagos de Pensilvania; y por si esto fuera poco, el mismo 6 de junio nevó en Nueva York.

Claro que un poco más arriba en Quebec, Canadá, en ese mismo mes, la capital amaneció cubierta por treinta centímetros (30 cm) de nieve. Que se dice pronto

También en Europa
Por supuesto el viejo continente tampoco escapó de esos fríos gélidos y esas lluvias continuas, tan impropias del verano o, mejor dicho, del estío.

Una climatología adversa que malogró buena parte de las cosechas, arruinándolas.

Una desgracia que trajo consigo una grave escasez de alimentos, que provocó hambrunas y pestes en la población. Lo que condujo a que se produjeran revueltas y saqueos en casi todos los países.

Naturalmente también hubo migraciones masivas que unidas al frío glacial y la lluvia inclemente provocaron en conjunto centenares de miles de muertos.

No olvidemos que hablamos de una Europa que aún se estaba recuperando de las guerras napoleónicas, así que la situación era bastante, bastante, delicada.

Y con las cosechas arruinadas por ese invierno perpetuo y las necesidades consiguientes, se expandieron las enfermedades entre los pueblos e, incluso, se propició de nuevo un viejo temor del hombre.

El del fin del mundo. Sí otro final del mundo de los que por cierto, ahora que lo pienso, llevamos ya profetizados unos cuantos a lo largo de la historia, realizados en distintos países y por diferentes profetas.

Mira que si el mundo se ha acabado y, ni ustedes ni yo, nos hemos enterado. Qué pereza de magufos.

Fin del mundo
En esta ocasión decimonónica el visionario profético habló en la ciudad italiana de Bolonia y dijo lo que ya se estarán imaginando: la nueva representación apocalíptica.

Que el mal tiempo que padecían era una especie de monstruo que el buen Dios nos mandaba a los humanos a modo de castigo, por nuestro mal comportamiento y conducta pecadora. Vamos lo de siempre. Más de lo mismo

Sí, pero en esta ocasión nuestro hombre fue más lejos y, con un par, le puso fecha a la cosa de la destrucción del mundo.

Y como si fuera una Aramis Fuster cualquiera de un Sálvame telecinquero, dijo que ocurriría el 18 de julio de 1816. Qué me dicen. (Continuará)



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