jueves, 21 de enero de 2010

Helados, sexo y Ciencia

Les voy a contar una historia en la que se cruzan las costumbres sociales de una época, la debilidad de algunas personas por los helados y la llamada de la naturaleza a la ciencia.

Una historia que tuvo lugar a caballo entre dos siglos y como protagonistas a una dama, un heladero, un general, un cristalero y un científico ¿Hay quien dé más?

La dama
Empezaremos como deber ser. A finales del siglo XVII y principios del XVIII vivió en Francia Claudine Aléxandrine de Guérin, marquesa de Tencin, una de las mujeres notables de la época.

Por aquellas cosas de las costumbres, la pequeña Claudine hizo sus votos en el monasterio de las Dominicas de Montfleury, cuando sólo tenía 16 años. Algo que no pareció que le gustara lo más mínimo.

Según cuentas los cronistas, no tardó mucho en abandonar el convento y romper sus votos. Una empresa en la que le ayudó su hermano Pierre, que por aquel entonces era arzobispo.

Siempre viene bien que, desde dentro, te echen una mano. Y mejor si es de la familia.

La razón por la que dicen que lo hizo, no puede ser más sorprendente. La jovencita echaba mucho en falta los helados que, en la actual calle de L’Ancienne Comèdie, de París, fabricaba y vendía un siciliano más listo que el hambre.

Un tal Francesco Procopio, que introdujo en Francia el consumo popular de helados y sorbetes. El heladero.

El heladero
Es a él a quien se atribuye la producción industrial de este postre, ya que en el siglo XVII ideó y construyó un aparato que conseguía homogeneizar el hielo, el azúcar y las frutas con un resultado delicioso.

Con las mismas abrió una heladería en París que, en poco tiempo, se convirtió en una mina de dinero. Gracias a sus excelentes sorbetes y helados, mucho más compactos y mejor mezclados que los de la competencia, eran tantos sus clientes que no daba abasto.

Y eso que en esa época este producto era aún muy caro, y sólo lo podían disfrutar las clases más altas. Ya se lo habrán imaginado, entre sus clientes más fieles se contaba la joven Claudine de nuestra historia.

El general y el cristalero
Claro que los helados no era lo único que le gustaban. También los hombres. Natural. Y se ve que, entre helado y helado, la ya marquesa de Tencin fue teniendo hijos ilegítimos.

Uno de ellos lo tuvo con un general de artillería de apellido Destouches.

La criatura fue un varón al que abandonó, recién nacido, en las escalinatas de la capilla de Saint Jean-Le-Rond, contigua a Notre-Dame de París. Vaya con la marquesa.

Un detalle éste que tendrá su importancia como veremos. Pues fue allí donde lo recogió un policía, que lo dio en adopción a un vidriero de apellido d’Alembert.

Al neonato lo bautizaron con el nombre de Jean le Rond D’Alembert. Sí, se incluyó en su nombre el de la capilla donde lo abandonaron.

Por lo que sabemos, el joven Jean, heredó el gusto de su madre por los helados de Procopio y era frecuente verlo en el que es hoy, el más antiguo restaurante de París, Le Procope.

Un lujo que se podía dar gracias a una pequeña renta que recibió de su padre biológico. Claro que no fue sólo en helados en lo que se la gastó.

El científico
Con ella d’Alembert puso costearse los estudios de derecho y teología, que pronto abandonó para dedicarse a las matemáticas, la filosofía y la física, donde destacaría bien pronto, llegando a ser uno de los máximos exponentes de la Ilustración.

Tanto, que con tan sólo veinticuatro años ingresó en la Academia de las Ciencias de París.

Como físico se interesó por la teoría gravitatoria, en especial por la precesión de los equinoccios, por las cuerdas vibrantes, el problema de los tres cuerpos, la mecánica de los sólidos rígidos, etcétera.

Para ello utilizó su amplios conocimientos matemáticos sobre álgebra, cálculo diferencial e integral, etcétera.

Junto con Denis Diderot, D'Alembert está considerado uno de los padres de la Encyclopédie, siendo su director y autor de la introducción y de varios capítulos.

Como ilustrado concibe las Ciencias como un todo integrado y una herramienta para el progreso de la Humanidad. Todo un acierto.

Un detalle más. Al parecer, cuando se hizo famoso, su madre natural -que hasta entonces no había mostrado la menor preocupación por él- mostró, ahora sí, interés por declarar que el gran D’Alembert era, en realidad, hijo suyo. A buena hora, mangas verdes.

Una pretensión que éste rechazó afirmando: “Mi madre es la mujer del vidriero”.

Una frase que lo dice todo sobre el orgulloso amor de un hijo. Un hijo agradecido con quien se comportó con él como una verdadera madre.

Dicen que madre no hay más que una. Y a veces eso es lo malo.


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