viernes, 25 de enero de 2008

El mal samaritano

El 13 de mayo de 1964, mientras caminaba desde el coche hasta el portal de su casa, una joven de 28 años fue brutalmente agredida durante más de media hora, por un violador que terminó acuchillándola hasta matarla.

Eran las tres de la mañana y la escena fue presenciada desde sus ventanas por cerca de 40 personas. Pues bien. Nadie llamó a la policía.

Confirmado. En las grandes ciudades nadie ayuda a su prójimo. Nadie conoce a nadie.

Aunque es sabido que en esta vida, nada es tan simple como parece. Estudiada la situación por un equipo de sicólogos llegaron a dos conclusiones,  a cual más sorprendente.

Una. La probabilidad de que ayudemos al prójimo depende del número de testigos.

Si pensamos que somos los únicos, entonces ésta alcanza el 85% y no tardamos en hacerlo más de 52 segundos, menos de un minuto. Lo que está muy bien.

Pero, ¡ay!, si somos conscientes de que no somos los únicos y, por ejemplo, hay dos personas más viendo lo que ocurre, entonces sólo ayudamos en un 31% de los casos.

Y además tardamos en hacerlo 100 segundos, casi dos minutos. Lo que ya no está tan bien.

Tremendo el cambio de comportamiento. Saber que otras personas también pueden hacerlo, parece que nos confunde sobre quién debe ser el que pida la ayuda. Un retroceso humanitario.

Dos. En esta ayuda también influye el tamaño de la población. Si, por ejemplo, una persona que llevara un aparatoso y ensangrentado vendaje en la cabeza se desmayara en plena calle, la atención que le prestarían los transeúntes variaría.

En comunidades de menos de mil (1000) habitantes, hasta un 42% de la gente le ayudaría.

Pero, por desgracia, este porcentaje disminuirá conforme aumente el tamaño de la población. Llegando a ser de tan sólo un 17%, en las ciudades de millones de habitantes.

Desalentadora deshumanización urbanita. Pero así somos. Humanos, quizás, demasiado humanos.


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